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En el momento del terremoto, Lisboa era la cuarta ciudad más grande de Europa —después de Londres, París y Nápoles— con unos 200.000 habitantes. En un día cualquiera, la mayoría de las calles de la ciudad portuaria de Lisboa estaban llenas de artesanos, pescaderos y vendedores ambulantes, cirujanos dentales, médicos, chocolateros, peluqueros y floristas. La orilla del río estaba poblada de comerciantes ingleses, flamencos y españoles, entre grupos de pescadores. Sin duda, en la zona de la ribera se paseaban a diario multitud de hombres relacionados con la construcción y reparación de barcos, calafates, carpinteros, toneleros y cordeleros, sin olvidar al marinero que tocaba la guitarra. Entre la Ribeira y el Terreiro do Paço, la multitud de mujeres dominaba el comercio ambulante: sardineras, fruteras y verduleras, panaderas y muchas aguadoras y lavanderas. Podíamos encontrar notarios, oficinistas, hombres relacionados con los seguros y el registro de mercancías, o los funcionarios de la Casa de la Moneda y la aduana, una legión de escribanos y contables, así como también orfebres, relojeros, comerciantes y gran cantidad de mercaderes. Muchos monjes de diversas órdenes religiosas se mezclaban entre la multitud. Los viajeros la consideraban una ciudad sucia y apestosa porque sus calles estaban llenas de basura, aguas residuales y perros callejeros. La gente tiraba la basura e incluso el agua residual por la ventana, y advertían a los de abajo gritando “Água Vai”, que significa: “¡Agua va!”.
Los numerosos africanos esclavizados eran también una presencia importante en la vida cotidiana de Lisboa. Todos los días, mujeres esclavizadas llevaban la basura y el agua sucia hasta las playas de Alfama, Ribeira y Boa Vista; se las llamaba “calhandreiras”. Otras vendían comida en la calle, codo con codo con los mendigos, o vendían carbón o pescaban. Los hombres esclavizados transportaban mercancías u ofrecían sus servicios como encaladores o aguadores. Pero había casos de esclavizados que ahorraban dinero, compraban su libertad e incluso alquilaban casas a huéspedes o abrían tiendas en la calle, como artesanos, alfareros, confiteros o tejedores. La presencia más llamativa en las calles eran las manifestaciones religiosas con las conocidas hermandades de africanos, a menudo vestidos según sus tradiciones. Grupos de músicos negros, a menudo con instrumentos de viento, también conmemoraban las celebraciones y fiestas populares. La presencia de portugueses de origen africano en las iglesias como organistas, o de famosos poetas y violeros marcó la historia de las calles de Lisboa en la época del terremoto.
Entre la multitud, los judíos no manifestaban su condición religiosa por miedo a la Inquisición, pero ciertamente muchos recorrían las calles de Lisboa, ya fuera como comerciantes, prestamistas, actores, simples artesanos o médicos. Algunos, convertidos al cristianismo, se autodenominaron neocristianos y trataban de no despertar las sospechas de los viejos cristianos. Otros, más escasos, siguieron manteniendo en secreto las costumbres judías. Los gitanos también circulaban por las calles, con hábitos nómadas y en el espacio público, pero eran sistemáticamente deportados a Brasil en las décadas anteriores al terremoto. Los hombres solían comerciar con caballos y las mujeres se asociaban a las artes mágicas, lo que suscitaba gran interés en la población, pero también desconfianza y represión por parte de las autoridades.
Otra presencia notable fueron los novicios religiosos. Había tal cantidad de novicios religiosos, que los monasterios y conventos no daban abasto para mantenerlos. Las mujeres trabajaban duro elaborando dulces y bordados para vender, y muchos hombres se veían obligados con frecuencia a mendigar en las calles. En cambio los lisboetas más ricos evitaban caminar entre la suciedad de las calles y preferían trasladarse en sus carruajes.
Pero el día del terremoto, las cosas eran diferentes, pues era el Día de Todos los Santos, de modo que ricos y pobres, hombres y mujeres, vestidos con sus mejores galas, se encontraban juntos en las calles camino a la iglesia. Muchos peregrinos, además de vendedores que ofrecían sus productos a los transeúntes, habían llegado a Lisboa desde el campo.
La mayoría de las familias ricas tenían una capilla en sus hogares para el culto cotidiano, de modo que visitar una iglesia pública para una misa importante era una excusa excelente poco frecuente para estar en la calle y mezclarse entre la gente, especialmente para las mujeres.
Con unos 80 años de intervalo, estas dos pinturas muestran la misma vista de la ciudad del Terreiro do Paço, con el torreón del Palacio de Ribeira que domina la imagen. En la primera, es notorio el cuidado de la representación arquitectónica; las figuras humanas están representadas con menos detalle. En la segunda, y aunque representa a una Lisboa más antigua, es encantadora la atención a los detalles: nobles, mercaderes, esclavizados, niños que corren, señoras que pasean: en esta plaza multifuncional se cruzaban personas de todos los estratos sociales.
Praça do Rossio, cerca de 1750. El Hospital de Todos os Santos, con su pórtico manuelino, domina la plaza donde pasean aristócratas de ambos sexos en una convivencia poco habitual. Vemos dos coches y la famosa fuente monumental, construida en el siglo xvi, coronada por un Neptuno esculpido en piedra. Observa también las vendedoras, a veces en hileras de pequeños puestos, marca indeleble del día a día lisboeta en el s. xviii. Toda la escena está enmarcada por cenefas y alas que simulan brocados con sus respectivos flecos y borlas.
LUGARES PARA VISITAR
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BIBLIOGRAFÍA
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